sábado, 18 de agosto de 2012

Y sin tan fácil es esto de salvar a las economías…


Y sin tan fácil es esto de salvar a las economías…, ¿por qué no se hace?
Uno tiene la tendencia natural a pensar que son listos pero que no son tan listos, o que son malos y están jugando a algún juego: ora no se tiene intención de comprar deuda, ora sí, o haciendo algún tipo de reality, con sus mentidos y desmentidos, con sus pasiones y su incoherencia vital.
Es verdad que muy buenos no son, y es verdad que no son tan listos, aunque ellos mismos se lo crean y se crean que están capacitados para ocupar cualquier cargo de responsabilidad, y se crean que con sus capacidades hacen ciencia del hacer político y que representan la figura inequívoca…,  hasta que finalmente se ve que no era tan inequívoca, que no es ciencia, alegando entonces, como en el caso de Bankia, que han actuado de acuerdo a los datos existentes, esto es, que el error está obligado por los propios datos, y no por la interpretación de quien los maneja.
Todo esto da idea de la imprecisión del lenguaje político, de la falta de rigor argumental, y de lo expuestos que estamos a la interpretación final y, consecuentemente, al peso específico del que la hace y la transforma en decisión política.
Pero aunque lo anterior sea cierto y generalizado, y se llegue a esa conclusión, luego, reconsiderando la cuestión, se llega a comprender que tiene que ver algo más que ineptitud o interés en la toma determinadas decisiones contrarias a la lógica del momento, que no es otra que la de hacer las cosas que sirven y que solucionan, y que demuestran su funcionan —tal como hemos referido—con el mero aviso o pronunciamiento.
Ese algo más es simplemente una cuestión de tiempos, de oportunidad o determinación, la determinación de poner algunas cosas en su sitio (suele ocurrir que quien tiene el problema sólo ve el problema y los demás ven más cosas además de éste) antes de  solucionar (o al paso) el tema capital: Europa, en este caso, le está haciendo saber al Estado español que no se puede gastar de esa forma, y no sólo eso sino que toma el control de la gestión poniendo en entredicho el prestigio, la funcionalidad y el rigor provinciano de nuestra clase política. Europa ha demostrado la incapacidad de nuestros políticos: los Bancos no han pasado la prueba de resistencia, pero ellos tampoco: para ser político de la Europa de las naciones hay que ser mucho más meticuloso, mucho mejor político.
Se ha visto, y se ha visto porque lo ocurrido lo ha puesto de manifiesto, que la cuestión no era si los políticos y los altos cargos cobran mucho (aunque sea cierto que ese gasto está descontrolado), la cuestión es que, mucho o poco, han cobrado sin una verdadera contraprestación (servicio, calidad, eficacia, dedicación) por su parte, sin una verdadera responsabilidad, siendo por esta falta de responsabilidad y dedicación por lo que pueden dedicarse a tantas cosas y cobrar por ellas. Es por este más o menos estar enterados de las cosas, pero no implicado y complicado con ellas —tan español—, por lo que nos pasa esto que nos pasa y por lo que da igual que tengamos tres políticos (responsables) que uno dedicados a la tarea si entre los tres no tenemos al que verdaderamente se emplea en ella. Esto es lo que verdaderamente tenemos que cambiar en todas las instancias, lo que tenemos que cambiar en la tarea política, y sobre lo que tenemos que pedir responsabilidades.
Es verdad que este poder económico (y político) supranacional ha suplantado al otro (al legitimado por las urnas) mediante esta forma de intervención, pero también lo es que esta intervención nos libera de la ineficacia y de la mediocridad gestora a la que nos tiene acostumbrado el poder político y del que no podíamos escapar. En cierto sentido ha habido un poder político más capacitado para enjuiciar y tomar medidas respecto a la eficacia de nuestros políticos que la que tenemos nosotros en las urnas, obligados a una alternancia sin solución.

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La cuestión ahora es saber en qué punto estamos. Ese poder supranacional ha puesto al poder político local en su sitio e, inevitablemente, a nosotros en el nuestro, porque hay una realidad: mientras encontramos, o no, la forma de que no haya ricos y pobres, los ricos podrán gastar como ricos y los pobres tendrán que gastar como pobres. Pensar otra cosa es vivir engañados, como en un sueño del que más pronto que tarde se sale, y del que se sale con estas consecuencias.
Tenemos que determinar nuestras posibilidades de gasto, y delimitar el gasto objetivo del subjetivo: el gasto del despilfarro. No se propugna la austeridad, tan sólo la claridad en las cuentas públicas que haga imposible un gasto desmesurado en cosas superfluas, amparados en una riqueza virtual o futura, que luego, con las perspectivas fallidas, derivan en la necesidad de suprimir (como ahora) lo necesario.
En efecto, con las cuentas claras y saneadas no habrá opción de hacer política sobre el gasto, como ahora se hace con los presupuesto generales (para finalmente hacer lo contrario o lo que mande la realidad), sino un orden preestablecido del gasto de acuerdo a los ingresos (tanto se tiene, tanto se gasta) de acuerdo a un orden, lo que marcará nuestras posibilidades reales de bienestar, nuestras necesidad de incrementar los ingresos por otros mecanismos o, lo que es más importante, la de buscar otras fórmulas de bienestar desligadas de la riqueza económica.

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Todo esto que está ocurriendo, no obstante, no puede ser bueno porque no se hace sin pagar un precio que nos lleva irremisiblemente a formas de miseria y a la consolidación del poder del dinero; y una vez más a la lucha entre lo que lo tienen y lo representan y los que no;  que perderemos si no somos capaces de superarla, de entender que la lucha es otra.
Estamos ante un problema social, pero el problema social se cierne sobre nosotros como un problema filosófico y más aún como un acertijo siempre mal resuelto de cómo hacer, de cómo dar la solución idónea.
La cuestión es que estamos en la eviterna lucha entre el capital y el no-capital, entre los oprimidos y el opresor, pero en realidad estamos respondiendo (mal) a la pregunta de si es posible luchar contra lo que representa el dinero sin destruir el dinero, de si somos capaces de luchar contra lo que representa la riqueza sin destruirla.
Hasta ahora no. Hasta ahora, a lo largo de toda la Historia, sólo hemos sido capaces de posicionarnos en una u otra facción en función de nuestra situación personal. ¿Quién enseñará el camino a quién?  ¿Será el capital o será el no-capital? Es evidente que el capital no, que el dinero sólo sabe de lo suyo, que sólo sabe del dinero sin prestar atención al bienestar, pero es evidente también que el no-capital tampoco porque sólo sabe del bienestar sin prestar atención al dinero, a los recursos. Así no se puede.
¿Cómo explicarle al prohombre del 15-M que su necesidad no es la prioridad, que la suya va en segundo orden?
Esta es la verdadera encrucijada, este es el verdadero problema.
No habiendo solución sólo hay oportunidad de dar cumplimiento al interés particular. Esa oportunidad para el capital (porque ahora es su oportunidad) se está traduciendo en el proceso de regresión que vivimos. El no-capital no la tiene, para el no-capital sólo cabe alternativas que comprendan este dilema y lo incluya en su forma de lucha. Otro tema es el establecimiento de unas verdaderas reglas de reciprocidad entre bancos y usuarios[1], y la adopción de medidas políticas orientas a forzar que el capital se comporte de una determinada manera, esa es la tarea política, la desenmascarar determinadas condiciones de favor o hacer que las mismas reviertan finalmente en la sociedad[2]En cualquier caso, tenemos que entender que esto son relaciones, y que las relaciones no mejoran y no han mejorado a lo largo de la Historia elevando exclusivamente a una de sus partes. Dicho de otra manera, para cambiar determinados usos sociales y económicos no hay otra forma que la de elevar la altura social que haga inviables o anacrónicos los anteriores, y de esa altura social todos formamos parte.




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[1] Todavía no doy crédito a la forma en la que nos hemos tragado la transformación de la banca tradicional en autogestión bancaria sin contraprestaciones y soportando los daños colaterales (ya mismo no se podrá operar por ventanilla ni para los ingresos menores), entre los que incluyo el pago de esa autogestión mediante el cobro de los plásticos que la hacen posible.

[2] En todo el mundo empresarial, y el financiero lo es, habría que distinguir entre aquellas empresas que arriesgan capital para obtener un beneficio y aquéllas que tienen un beneficio fácil o una rentabilidad asegurada (porque el negocio en sí tiene un coste inicial bajo o porque el producto tiene un fuerte atractivo social) que luego enmascaran mediante la inversión.