sábado, 4 de mayo de 2019

EL IMPUESTO HIPOTECARIO Y LA JUDICATURA


EL IMPUESTO HIPOTECARIO Y LA JUDICATURA

EL LIBRO DE LOS CAMBIOS (Capítulo 3)

                                                             (total capítulos editados, aquí)

(1) Podría haber seguido desarrollando el trabajo anterior con la cuestión de la judicatura sin solución de continuidad porque que una vez que hemos enfrentado los Mandatos a la regulación jurídica parece lógico hablar a renglón seguido de todo lo que conlleva o implica esa regulación jurídica, de todo lo malo. Lo haré ahora, y lo haré apoyándome fundamentalmente en un caso tan reciente y conocido como el de la sentencia sobre las hipotecas, ya mencionado, o, dicho más exactamente, el follón liado por la Sala del Tribunal Supremo a cargo de la misma, por el que ha quedado en entredicho la independencia del citado Tribunal, que es tanto como decir de toda la Judicatura.
No es que el caso empañe a toda ella, que también, es que se ha puesto de manifiesto que toda ella podría estar (está) empañada de las mismas cosas, de tal modo que cuando aparece un caso aparece de acuerdo a toda una sintomática, a toda una dinámica interna de funcionamiento, y a unos modos pocos conocidos de elevar la verdad jurídica; lo mismo que si vemos una pompa en el agua que está en el fuego sabemos que obedece a toda la dinámica interior del caldero aunque no sepamos describir esa dinámica, aunque sobre esa dinámica sólo tengamos desconocimiento.
Amparándose en ese desconocimiento, en los casos de corrupción se ha dicho con el mayor cinismo, uno tras otro, que “es una persona”, que “no es generalizado”, cuando la realidad es que es un sistema, un modo operandi, una forma de relacionarse determinados ámbitos sociales con otros para alcanzar los fines, y todos ellos con la administración como uno más, por hecho o por derecho, según se desprende de todos las tramas conocidas. Lo hemos visto en mil y una maniobras, incluso de la Fiscalía del Estado, de dudoso pedigrí. En cómo esta Fiscalía atiende o se hace eco al primer compás sobre algunas cuestiones y cómo en otras sólo se dan por enterados con el clamor popular (o ni eso), o que incluso pervierte su función, como en el caso de la Infanta, diga lo que diga el fiscal Horrach: lo diga él o San Pito Pato. Lo hemos visto y lo sabemos, pero no podemos señalarlo con el dedo sin tener los datos. Y no podemos porque toda esta práctica se suele rodear de una aureola de honorabilidad y secretismo que la hace prácticamente insondable, inexpugnable, como lo ha sido hasta ahora el 3% y toda la trama Pujol, y lo seguirá siendo a no ser que alguien con las manos verdaderamente limpias y suficientemente blindado dé un paso al frente. O lo dé aun sin estar blindado, como ha sido el caso de las personas gracias a la cuales se ha destapado toda la trama Gürtel. Personas que han sido defenestradas, como Ana garrido Ramos (funcionaria del ayuntamiento de Boadilla del Monte) o incluso enjuiciadas, como José Luis Peñas Domingo (exconcejal del PP de Majadahonda). Personas con las que la sociedad, de forma general, está en deuda, y a las que se les debería haber dado reconocimiento y amparo (y todavía hoy) como se le debe dar a toda persona dispuesta a escarbar en la mierda para echarla a un lado y sacar a la luz al delincuente que se esconde en ella.
Esto que ocurre no es una cuestión casual o producto de la mala suerte sino que obedece a una forma de proceder sistémica, a la forma de entenderse el Poder a sí mismo, a la forma de defenderse cuando ese Poder o las personas que lo representan se sienten atacadas, a la forma de represaliar cuando se supera algún cortafuego. También obedece al simple uso de las posibilidades jurídicas o lo regulado como marco de actuación, por cuanto incluso el reconocimiento del derecho no lo es tanto en virtud de la asimetría establecida entre las partes o la que se establece entre la evaluación del daño y su indemnización o restitución, como sucede por ejemplo en las sanciones a las eléctricas monopolios en general por prácticas desleales. O como sucede respecto a la denuncia de los usos y abusos en el ámbito laboral, tales como la ampliación no retribuida e injustificada de las jornadas laborales, y las consecuencias que las mismas tienen para el trabajador, en forma de pérdida de empleo, frente a posible sanción de la otra parte, que omite el fondo (social) de la cuestión.
¿Por qué no adaptamos la legislación a esas formas de vulnerabilidad, y se protege, tal como se hace con otras? Una ley de protección de testigos-afectados que vaya más allá de la protección de sus vidas y garantice todo eso que no estando garantizado hacen de la vida un infierno y de la persona, una víctima propiciatoria, un pertinente chivo expiatorio a la luz de las partes, si es que no lo es a la luz pública. Una ley que equilibre la fuerza que tiene uno con la que tiene y sabe que tiene el otro, con la que puede utilizar y sabe que puede utilizar ese otro.
Vemos que no es sólo que sabemos que esto ocurre, y ocurra, es que esto está diseñado para que ocurra, por eso ocurre, porque difícilmente se puede luchar contra algo (la asimetría, por ejemplo) que deriva de un diseño, que sólo se rompe (y rompe esa asimetría) ante casos flagrante y en según qué órdenes (no en el de los Bancos, por ejemplo). Está diseñado además para que no haya trasparencia y se haga casi imposible el rastreo del delito y su comprobación. Esto es lo que sucede por ejemplo respecto a la procedencia de las fortunas, y de forma particular la de los políticos. Después de muchos años se ha conseguido que los altos cargos políticos declaren su patrimonio (expuestos a valor catastral y no el de mercado), pero no por ello que tengan que demostrar de dónde les viene, tal como sucede en otros países. De tal modo que en esta última hornada hay quien ha multiplicado por cuatro su patrimonio, y tan campantes todos. Todos son muy listos, son tan listos que son capaces de multiplicar su hacienda por cuatro mientras desempeñan un cargo público de la máxima responsabilidad y exigencia, tan listos que les sobra el tiempo para esto y para escribir libros. Tan listos que después de haber cobrado durante unos años un sueldo discreto luego son capaces de hacerse, y pagarse con sus ahorros, casas de dos millones de euros, poniéndose de manifiesto al tiempo que el beneficio monetario del cargo no viene representado sólo por su asignación económica directa. Tan listos que tendrían que vivir del aire para afrontar con su sueldo las cargas económicas que les representa y que se suman a la del propio ejercicio público.
A pesar de ser tan listos no nos engañan, porque ellos puede que sean muy listos, pero nosotros no somos tontos. Y suponiendo que somos tontos y que ellos dicen la verdad, como dicen que la dicen, da igual, porque somos tan tontos que no les creemos, como no creímos a Pujol cuando escondía la mirada junto a su desvergüenza, queriendo presentarse así como mesurado, ni creímos a Zaplana ni sus aires de circunspecto mayordomo, ni creemos al superviviente Mas y sus supuestos de defensa tan absurdos y esquivos como los de su valedor. Cómo no creemos a tantos que, sumando actividades lucrativas de diversa índole, ya sean inversiones, fundaciones o derechos de edición, convierten la política en una rampa de lanzamiento o trampolín de relevancia social y de popularidad, en una oportunidad de aparente legitimidad.
No nos engañan, y a pesar de eso no lo podemos decir, sólo rezar para que la suerte nos brinde una oportunidad de descubrir alguna cuestión colateral (ya sean los papeles de Panamá o el recibo de una compra) que justifique la sana vocación de saber o de descubrir el engaño, aunque finalmente, a pesar de esa suerte se haga casi imposible el enjuiciamiento, porque finalmente el que tiene que acusar no acuse, el que tiene que instruir no instruya (lo guarde en un cajón) o lo haga a cámara lenta. Ésa es la segunda parte de todo esto. Todos en la Magistratura se entregan a la tarea con reservas porque saben del diseño, porque saben que tienen poco que ganar y mucho que perder, y porque saben que si finalmente es encausado lo será con todas las salvaguardas procesales posibles y habidas para una causa, elevadas a la n-sima potencia, convertidas en el late motiv de la causa misma, que incluso se vuelven en su contra: alguien mueve los resortes y les pone una cruz, y son olvidados, trasladados…, eliminados profesional, moral o mediáticamente. Sirvan de ejemplo el caso de los jueces Baltasar Garzón, Elpidio silva, y otros, que son ejemplos de jueces inhabilitados y sentenciados por prevaricación como consecuencia, la más de las veces, de las escasas posibilidades de instruir de forma cabal y sin extralimitarse unos determinados delitos que están deficientemente tipificados, y de hacerlo sobre sujetos blindados. La dinámica social para estos estamentos es análoga realmente a la de esos juegos de rol en los que hay casillas en las que uno está protegido, que llamamos “casa”, pero que sólo algunos la alcanzan; o esos otros juegos en los que tienen “otra vida”, una vida extra, un perdón o indulto, como el de la amnistía fiscal o ése que se da en el Consejo de Ministros.
Un raterillo que roba no tiene “casa”, con él no hay necesidad de extralimitarse en la instrucción porque todo está tipificado. Como no hay necesidad no se hace. Ni hay necesidad de revocar a los jueces, ni de establecer procesos judiciales contra ellos.
La noticia no debería ser que un juez es encausado, la noticia es que no siéndolo casi en absoluto (paradójicamente) de pronto lo sea por cinco causas diferentes, y que lo sea como consecuencia de estar en medio de un proceso de naturaleza política. La noticia debería ser el empleo de esa contra-ofensiva para preservar las fisuras judiciales y neutralizar las actuaciones que tratan de desenmascararlas o hacerlas insuficientes, tratando de perpetuar, en definitiva, un sistema judicial imperfecto establecido a modo de acuerdo tácito ventajoso, y vía de escape, para unas partes privilegiadas de la sociedad. De hecho gran parte de lo que pasa respecto a los grandes temas, incluido lo de Cataluña se debe a esto. Gran parte de lo que pasa es que en esos temas, en los que incluso una legislación escrupulosa puede ser insuficiente (se precisarían principios de verdad), se deambula con un marco jurídico ambiguo establecido ex profeso.
Ni los medios que atizan y azuzan hasta el hartazgo con determinadas cuestiones, hablan de esas otras, estableciéndose unas líneas rojas que no permiten que la sociedad fluya a espacios sociales higiénicos. No hablan por lo que (les) representa económicamente, como es la exigua contribución de la Banca al erario público (los bancos están metidos en los medios), o porque políticamente no quieren hablar, esto es, destacar algo contrario a sus posicionamientos políticos, o porque se abriría la caja de Pandora, como se abriría si por ejemplo a cargo del 3% se preguntasen insistentemente qué está pasando con el caso, quién lo tiene dormido.
Caja de Pandora que nos llevaría al planteamiento inicial respecto de la justicia, a su cuestionamiento, a analizar cómo convive esa justicia que por querer ser justicia (justa) acomete farragosos e ímprobos procedimientos, y es examinada con lupa y acusada, con esa otra que no es acusada de nada o que incluso participa por activa o por pasiva de decisiones que van más allá de sus competencias y compromisos sociales y jurídicos, o que simplemente no es justa para el común de los mortales por un sinfín de deficiencias que se perpetúan para ese fin.
(2) Todo esto que ocurre ya lo sabemos en realidad sobradamente, como sabemos tantas cosas, como sabemos todo lo que ocurre desde antaño en el seno de la Iglesia en lo referido a los abusos, como sabemos lo que ocurre en el ámbito docente o en lo laboral a otros efectos, esto es, a otras formas de abuso, de impunidad o acomodación perniciosa, de camuflaje, y de silencio (nuestro silencio), y consecuentemente a otras formas de ser, de ser políticos, esto es, ladinos, listos, muy listos, demasiado listos.
Este debate va en realidad y esencialmente a lo que somos y lo que hacemos en la vida, principalmente cuando ocupamos una posición de poder que tiene repercusiones sobre los demás: políticos, y jueces sobre todo, como última salvaguarda de la dignidad colectiva. Aunque no sólo ellos: pensemos que hay dos formas de estar en el mundo, uno haciendo eso que eleva o intenta elevar nuestra categoría como seres humanos y esa otra que la baja. Luego podemos decir “yo no he hecho nada malo”, y es que lo que se hace de bueno y de malo en la vida son estas pequeñas cosas, las cosas que ponen freno a la infamia o aquéllas que las contemplan sin pestañear o le dan cobertura. Es así de sencillo.
Como estamos hablando del poder judicial nos centraremos en él, y sobre él relatar algo a propósito de lo anterior que para mí es recurrente. Se trata de la película “¿Vencedores o vencidos?”. Era sobre los juicios de Nuremberg, al término de la segunda guerra mundial. Spencer Tracy, le decía a Burt Lancaster algo así como: Auschwitz empezó cuando se declaró culpable al primer judío, sabiéndole inocente. Anteriormente Burt había querido minimizar y limitar la responsabilidad, su responsabilidad, en el sentido contrario: yo sólo condené a un hombre; pero Spenser le había dicho las palabras justas, en todos los sentidos: los actos tienen una responsabilidad intrínseca aunque no acaben en Auschwitz. La responsabilidad es saltarse la ley, lo triste y lamentable es hacerlo por encargo, o por miedo, por falta de discernimiento o víctima de la embriaguez colectiva.
Todos los actos son actos morales. El ejemplo viene particularmente bien (aunque no es privativo de la jurisprudencia) porque es un ejemplo de jueces y de juicios de las cosas y estamos hablando precisamente de eso: del juicio de las cosas y de cómo se puede alterar, precisamente, alterando la legalidad o incluso la legitimidad.
Con la cuestión de las hipotecas y con otras cuestiones no se quebrantan principios fundamentales, pero el hecho es el mismo. La justicia es el último recurso y los jueces los únicos que pueden o deben actuar sin condicionantes, que tienen las manos limpias (o deben tenerlas) para hacerlo, y con la autoridad y la independencia social, económica y moral.
Los jueces son los encargados de impartir justicia, los encargados (y obligados por ello) de elevar la altura social a través de la neutralización de los conflictos o la lucha de intereses, que es tanto como impedir que el interés vaya más allá de lo que le es preceptivo, en tanto somos capaces de asumir como individuos ese desapego de forma natural.
Los jueces hacen esto bien a través de las leyes, bien a través del reconocimiento de la legitimidad, esto es, de una realidad superior o implícita que no está regulada pero que debería estarlo, y que muy probablemente pudiera estarlo a partir de su sentencia (decimos la misma es jurisprudencia). Incluso hacen esto mediante el reconocimiento de una legitimidad que va en contra de la ley, y que por esto mismo obliga a cuestionarla, a aplicarla con cautela o reformarla. ¿Qué hace el juez en ese caso sino reconocer un principio de verdad? En efecto, es esto en esencia: no estando la verdad jurídica recogida en la ley, el juez atiende al espíritu de la ley o incluso supera ese espíritu, por depuración, de acuerdo a la altura de los tiempos.
Esta es la forma habitual de actuación que, expresado de forma esquemática, podríamos enumerar como:
La superación de la ley mediante una legitimidad que no crea conflicto con el sentir general, y que de algún modo la sociedad asume porque ya lo hacía tácitamente (se preserva la legitimidad).
La superación de la ley mediante una legitimidad ad hoc que busca preservar algo que podría ser principio de verdad, o encuadrarse como tal, pero que no lo es o no está reconocido como tal (se crea la legitimidad).
Aplicación de la ley sin más, bien porque sea suficiente o porque no siéndolo se aplique de forma reglamentista, atendiendo a la letra, viéndonos obligados a cambiar esa letra mediante las transformaciones legislativas (se preserva la legalidad).
Aunque no siempre es así, y por esto se pueden dar el siguiente supuesto:
Contravenir la ley o violentarla, o incluso violentar su espíritu, lo que precisa recurrir a una interpretación jurídica elástica, es decir, camuflar este propósito mediante la propia ley, si es que no se hace a las bravas mediante una falsa legitimidad.
Esto último que podría parecer algo exótico dentro del poder judicial no lo es tanto. ¿Qué es un juez que toma esa cuarta opción? Pues un individuo integrado en el sistema, que tiene su parecer sobre las cosas, y practica su acomodación personal o política a ellas (en el sentido que ya hemos referido y que es común a la mayoría de los mortales), que un día se hace juez, pero sigue siendo político en los mismos términos que hemos hablado, la de la acomodación del parecer propio que, además, resulta prácticamente invulnerable por toda una serie de mecanismos que le desligan del error o la omisión.
Cuando ocurre esto y decimos aquello de “respeto la decisión el poder judicial” estamos acatando o incluso respetando lo que puede ser una decisión desacertada o estamos haciendo lo propio sobre una que, acertada o no, no tiene rigor o más peso jurídico que la contraria, al margen de que luego pueda ser recurrible o precisamente por esto: los hechos dan para decir una cosa u otra, sólo hay que guiarlos. Esta falta de rigor es la que hace parecer que la justicia es un cachondeo o que toma a cachondeo a las personas que ponen toda su fe en ella. Llevándolo a términos futbolísticos que entiende mucha gente, sobre una falta que comienza antes de la línea del área y que concluye dentro de ella, hay quien puede sentenciar lo primero que se le ocurra sabiendo que cualquier decisión se acatará y que no será  más objeto de crítica que la decisión contraria; y hay quien con la misma salvaguarda  tenderá a tomar un juicio u otro en función de que sea en el campo del Barcelona o del Madrid, y ocurra en su área o la del visitante, y también en función de quien sea ese equipo visitante
Dicho en los términos que estamos hablando, cuando no importa el caso se puede echar una moneda al aire para decidir, y, cuando sí, se puede orientar el criterio-sentencia en la dirección que se quiera y arrogarse la verdad, porque la situación lo permite (siempre hay algo que lo justifica) sin que haya o pueda haber un clamor contra el juez que está preservado por su figura de “juez”, y de un supuesto principio de indecibilidad, esto es, de imposibilidad de expresar con más rotundidad, y con los elementos de que se dispone, lo contrario de lo expresado en el dicha sentencia, que puede llegar a ser o tomar así la forma de “mentira o error irrebatible”, que se envuelve, además, de una importancia que no tiene mediante el mecanismo de la demora, esto es, del largo y supuestamente trascendente sopesar.
La demora es reflexión, la toga es una sotana y la decisión, una pretendida comunicación con Dios, que le da al asunto, a golpe de parafernalia sacramental, un respeto eclesiástico que no se corresponden con la frivolidad e incluso inmoralidad de las actuaciones, que muy bien pueden derivar de un prejuicio (que se lo digan a María José), que luego, pasado el tiempo, puede tomar forma jurídica (consagrarse) en el acto de sentenciar, mediante la incorporación preceptiva de los hechos que la amparen o la hagan plausible. Cuando digo prejuicio lo digo tanto por incorporación de juicios de valor o tendenciosos (los medios en el caso citado se han centrado en la actitud machista), como por la consideración anterior (pre-juicio) a la consideración-disposición de todos los elementos de juicio, que es aún más relevante o más destacable en un juez por cuanto es contrario a lo que se le encomienda, al acto único de dictar sentencia (una única), y  a toda la liturgia que lo acompaña, destinada precisamente a elevarse por encima de lo humano, esto es, de las otras formas de prejuicio citadas.
Se reviste de tanta importancia, es tanto el peso o influjo de esa parafernalia, que ya antes de obtener una sentencia hay quien dice que “no se puede decir nada del caso”  invalidando la posibilidad de emitir un juicio sopesado fuera del ámbito judicial, como si los juicios de las cosas no se pudieran realizar al margen de la regulación jurídica de los elementos, esto es, como si sólo fuera practicable mediante su conocimiento exhaustivo y sólo siendo juez. Cuando la realidad es se puede llegar a una verdad más acertada desde el sentido común no condicionado, ése  que se da cuenta de que “lo que es, es, y es imposible que no sea” por mucho que se maquille, ése que distingue la importancia jerárquica de los elementos y advierte rápidamente los que son fraudulentos o contaminantes (cuestión que abordaré sobre un caso práctico y real en el próximo trabajo), y los suprime: la verdad no tiene nada más que un camino.
(3) Luego, una vez que se emite la sentencia, y siendo ésta contraria a alguna suerte de evidencia, en ese acatarla y respetarla se dice todo lo más que “el juez no ha sido objetivo o independiente”, como si ésa fuera la única posibilidad o remedio a nuestra desazón, y como si fuera nuestra única capacidad de análisis o de actuación. Y no es cierto que sea el único remedio, aunque lo parezca en virtud del escaso número de jueces enjuiciados, y del pobre cuestionamiento social, por el que –como ya dije respecto a los políticos (Crítica de la razón social) y se puede generalizar ahora–, mientras que una limpiadora da explicaciones cuando se olvida limpiar un wáter, las clases dirigentes (las que deciden cosas importantes) eluden cualquier responsabilidad de sus actos, que se presentan así como un ejercicio de inspiración no fiscalizable, como un producto intelectual sin más, cuando lo cierto es que no lo es, que no es nuestra única capacidad de actuación, y que sí que hay formas de ver hasta qué punto la arbitrariedad o la falta de cuidado ha jugado un papel importante en una sentencia, esto es, hasta qué punto existe una deficitaria correlación entre la sentencia y la ley… Formas de superar la plausibilidad de la sentencia como condición suficiente, la indefensión que se establece, precisamente, frente al aparato de justicia, y la tolerancia a sus excesos, a su mediocridad, a su falta de rigor jurídico o exigencia para con los ciudadanos. En efecto:
En primer orden mediante la trasposición de aquello que se sentencia, o que incluso se demanda, al lenguaje del vulgo, con el fin de evidenciar que la interpretación es algo más que un corta-pega y que se ha llegado a la comprensión de lo expuesto por las partes en sus alegatos o en el juicio oral, particularmente importante y reseñable cuando lo expuesto por las partes se acompaña de razonamientos o argumentos clave que son obviados o excluidos sin saber a qué obedece, si es fruto del ninguneo instrumental, de la incapacidad comprensiva o de la pereza, pero que, sea por la razón que sea, ponen en evidencia la nula capacidad/voluntad de diferenciar lo capital de lo accesorio y, en consecuencia, de alcanzar verdad.
En segundo orden, mediante la sentencia de las instancias superiores (con varios jueces) que además de resolver, deja en evidencia –en función de la unanimidad– el desacierto de los magistrados de las instancias inferiores (coeficiente de acierto), adscritos normalmente a juzgados de primera instancia en los que el denunciado es un parroquiano y tiene, en consecuencia, una posible notoriedad en ese círculo social.
En tercer orden, mediante una crítica de las motivaciones, y, de forma muy particular, de ese supuesto principio de indecibilidad que se sustenta en la ausencia de los elementos pertinentes de decisión, y que se supera o corrige bien mediante algún elemento adicional de decisión (tal como ocurre con la indecibilidad de un marco axiomático matemático –que también existe– y la incorporación de un nuevo axioma-principio al mismo) bien mediante la supresión de elementos en conflicto, que quedarían sobradamente identificados a través de un simple flujograma lógico, y que son consecuencia del exceso de palabrería (redundante y ambigua) y de la deficitaria ordenación, que sitúa indebidamente dos criterios contrarios al mismo nivel jerárquico o incluso los invierte jerárquicamente.
Esta forma de fiscalizar el trabajo es lo que teóricamente debería producirse, no sólo en el ámbito que nos ocupa sino en todos los demás. Ocurre en cambio una cosa muy distinta, y así nos luce el pelo, puesto que no haciendo las cosas de este modo todo está empañado de mediocridad, de ineficacia, de arribismo, de vulgaridad y de otras cuestiones que no contribuyen, desde luego, a construir una sociedad higiénica. Tampoco contribuye a superar la ineficacia y la mediocridad del sistema judicial, en este caso, un sinfín de particularidades al respecto que lo único que hacen es que la maquinaria judicial sea pesada e inservible, y que tenga un comportamiento asimétrico respecto al ciudadano. A este respecto, ya dije en el capítulo anterior que incluso cuando alguien ocupa tu casa se produce un estado de inadmisible indefensión en el que ni la policía puede actuar sin una orden judicial. Ahora digo que esa orden puede tardar tres años. Y dije también que esto que le ocurre al ciudadano no le ocurre al Estado, que se proporciona unos mecanismos más eficaces y directos. Ahora digo que esa asimetría se produce respecto a las actuaciones de todo el aparato judicial, de modo que si por ventura después de esos tres años de arrastrar todos las penalidades de un proceso judicial resultas victorioso es muy probable que la compensación económica que deriva no se obtenga, bien porque la responsabilidad civil esté diluida en algún tipo de corporación o empresa de responsabilidad limitada, bien porque se declare una aparente insolvencia que sólo el Estado está en condiciones de investigar, y que sólo investiga para su propio beneficio, no el del ciudadano. No hablemos de los tediosos e ineficaces procedimientos administrativos que contemplan mecanismos-trampa, esto es, fórmulas intermedias de tramitación de las demandas administrativas que son lanzadas al limbo, es decir, a un buzón que nadie mira y que, en consecuencia nadie trata, porque además no están obligados a tratar (como ocurre con el recurso de reposición), dejando todo el mecanismo de arbitrio, todo el peso, a la siguiente instancia, a los tribunales. Y como esto toda una serie de procedimientos judiciales pensados más para aburrir que para satisfacer.
(4) En último término se debería preservar esta forma de actuar fidedigna o ser escrupuloso con ella en los ámbitos más sensibles de la sociedad, esto es, los que más incidencia tienen sobre la misma y más representan a su ser social... Sin embargo no. Ocurre, de forma adicional a la casuística tratada, y contrariamente a lo que en teoría debería producirse, que cuánto más nos elevamos en el escalafón judicial menos obedece la decisión a la suerte o la ineficacia y más a la motivación (interés), y menos a la motivación general y más a la política, dado que además son cargos promovidos políticamente. De hecho, es básicamente aquí donde podemos considerar todas estas cosas interpuestas porque es aquí donde media el interés, frente al 95% de los casos en los que ese interés no tiene donde aplicarse (tal vez el desinterés) y sólo cabe aplicar la ley de forma reglamentista, de acuerdo con el supuesto 3º expuesto arriba, dado que para ese 95% la ley suele estar bien tipificada y la línea, bien definida: o estás dentro del área o fuera.
En consecuencia, es para el 5% de los casos cuando decimos lo que decimos, de modo que cuando decimos –centrándonos en nuestro caso particular como uno más de éstos– que de 28 magistrados la mitad dice una cosa, y la mitad otra no es que la ley sea confusa y exista la dicotomía sino que verdaderamente el posicionamiento político, que no jurídico, está dividido (o está dividido entre político y jurídico), y aprovecha más que en ningún otro caso cualquier punto de indeterminación de la ley para expresarse, para pintar la línea del área todo lo ancha que se pueda y, luego, decidir.
Los políticos se conforman porque unas veces le toca a unos perder y otras, a otros, y porque el que gana normalmente está en el poder y salva así un embolado, y se salva a él mismo de las consecuencias del mismo. Esto es tanto como decir que siempre se imponen las posiciones del poder, lo que nos lleva –dado que ese poder es unas veces de un color y otras es de otro– a preguntarnos si no habrá un poder detrás que, por lo mismo, siempre sale victorioso, que siempre impone su posición, para el que el color político gubernamental es sólo un accidente o cuestión circunstancial, una herramienta.
Cuando alguien gana de este modo, está claro que algún otro pierde y que lo hace de forma fraudulenta, quedando, consiguientemente, en posición de recurrir alguna suerte de artimaña, es decir, de llevar la sentencia a otros términos objetivos y de esclarecimiento mediante el concurso de una instancia superior. En el caso del Supremo esa instancia superior es Europa (siempre nos queda Europa) pero ni debería ser Europa (deberíamos tener nuestros propia instancia suprajurídica) ni se debería sólo enjuiciar la sentencia sino también cómo de lejos está esa sentencia de la lógica jurídica, mediante los criterios arriba indicados (ya sea por Europa o por esa instancia) y, por tanto, cómo de apartado el criterio de los jueces que la dictaron, o sus actuaciones. De hecho, tal como se ha llevado a efecto de forma tan interesada y extrema (extrema por interesada) con los jueces apartados de la carrera, sólo que como herramienta jurídica regulada, y no política como aquí. Es decir, que ante una sentencia claramente alejada de la ley, y sin otros fundamentos, no sólo cabe criticar su falta de imparcialidad o independencia como si fueran un reflejo de la personalidad o consecuencia de las posibilidades materiales del acierto, sino que cabe elevarla jurídicamente, puesto que sobre un juez todas estas cosas son o pueden ser constitutivas de delito, esto es, puede haber prevaricación o cohecho en función de cuánto se aparte de la lógica jurídica, de cuánto se ha retorcido el lenguaje para llegar a lo que se quería alcanzar, y en función de las motivaciones personales puestas de manifiesto y las contraprestaciones de cualquier índole.
Puesto que los delitos están ya regulados, lo que hay que regular es la forma de evidenciarlos sin que sea menester una acción política interesada. En este caso, la cuestión a dirimir no es sólo si el Pleno de la Sala del Tribunal Supremo ha sido más o menos independiente en virtud de una determinada posición sino si se ha llevado forzadamente la lógica a esa posición, si se ha prevaricado o no, en virtud de la existencia o no de cuestiones de índole subjetiva en el análisis. En cuyo caso, lo que se derivaría no es una posible dimisión a cargo de una presión popular o política, más o menos acusada (que en nuestro caso ni siquiera ha existido), sino una acción judicial.
Vamos a verlo punto por punto, para la sentencia hipotecaria que nos ocupa:
Se pone de manifiesto que la ley se presta a interpretación. En este caso 15 en una posición y 13 en otra, que han ido cambiando a lo largo de las sesiones. ¿Algo tan voluble y moldeable se puede decir que obedece a un principio de justicia? Lo dudo. Esto sin tomar en consideración que ya había habido una sentencia del Tribunal Supremo (Sección Segunda de la Sala Tercera), que, por cierto, enmendaba otra sentencia anterior (de febrero), y que en realidad se trata de una revisión in extremis del Pleno de Sala de dicho Tribunal Supremo (como casi todo el mundo denuncia).
Esto que se debate referido a una ley, la Ley del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados, que recoge claramente en su artículo 29 el  objeto a debate, es decir que deja fuera del debate la cuestión, fuera de la interpretación.
Artículo 29.
Será sujeto pasivo el adquirente del bien o derecho y, en su defecto, las personas que insten o soliciten los documentos notariales, o aquellos en cuyo interés se expidan.
Cuando se trate de escrituras de préstamo con garantía hipotecaria, se considerará sujeto pasivo al prestamista.
El artículo 29 no es un principio de verdad, pero se parece: “Cuando se trate de escrituras de préstamo con garantía hipotecaria, se considerará sujeto pasivo al prestamista”. En consecuencia, parece poco probable que se pueda decir lo contrario de lo que dice, y necesario, por tanto, que en caso de decirlo se diga con tanta fuerza de reacción como la de acción que trata de contrarrestar… ¿Qué podremos decir de cualquier otra ley o supuesto no recogido claramente y, en consecuencia, de cualquier decisión judicial? Parece claro que en un caso la decisión se puede torcer a voluntad (a la voluntad) y en el otro se puede retorcer mediante ella.
No es lícito decir lo contrario y pertrecharlo de ornamento legal para hacerlo parecer más convincente. En este caso el ornamento legal viene de la mano del reglamento de dicha Ley en su artículo 68.2 (que es eliminado por la propia sentencia) que lleva a la contradicción cuando dice:
Cuando se trate de escrituras de constitución de préstamo con garantía se considerará adquirente al prestatario.
Y es un ornamento en cuanto que, siendo reglamento, tiene un menor nivel jerárquico que la Ley, esto es, no deja de ser una interpretación. Por consiguiente, si el mismo lleva a esa contradicción hay que eliminarlo (punto que se hace en la propia sentencia) y restringirse a la propia fuente, como hace la sentencia original, y explica en ella.
El artículo 68.2 del reglamento, por tanto, no tiene el carácter interpretativo o aclaratorio que le otorga la jurisprudencia que ahora modificamos, sino que constituye un evidente exceso reglamentario…
El artículo 68.2 no sólo carece de la entidad por su naturaleza sino por su carácter local o marco de aplicación, esto es, por las nulas pretensiones de ser conclusivo y general, puesto que los otros supuestos en los que se podría aplicar o tomar ese sentido restrictivo, es manifestado explícitamente (como en lo dispuesto en el artículo 15, por ejemplo), según dicta la propia sentencia:
… de ser ese el criterio del legislador, debería haberlo declarado expresamente al contemplar en su articulado el préstamo con garantía hipotecaria. De hecho, lo hace con este mismo negocio jurídico complejo en la modalidad transmisiones patrimoniales (artículo 15) […]Nada le era más fácil al legislador que incorporar una previsión equivalente en sede de actos jurídicos documentados…
En tanto que la sentencia posterior del Pleno de la Sala hace lo contrario, esto es, da prevalencia y carácter general al reglamento de la ley, frente a la propia ley, y, podríamos decir, fuera de plazo (lo protocolado). Y lo hace, además, por no poder excluir la retroactividad (en el pago) de la decisión, que deja más en evidencia que se trata de una decisión condicionada, esto es, no sujeta al Derecho sino a otros factores circunstanciales adscritos a las consecuencias de su aplicación, que, como en todas las sentencias, sólo se presentan como razones de primer orden para quienes tienen afrontarlas:
Eso no es Derecho, es posicionamiento negociado (tanto, que de hecho se negoció): se acepta lo que de verdad dice la ley si la ley no tiene penalidad económica (antes de valorar esa penalidad) si no, no se acepta lo que de verdad dice la ley. Es de risa. También es de risa, en consecuencia, el posicionamiento hecho por la propia Sala respecto al ámbito competencial por cuanto que, lo mismo que la jurisprudencia de las secciones no es excluyente (la Sala puede actuar, y así lo reclama), tampoco es excluyente la jurisprudencia de la Sala, o, por decirlo mejor, no es privativo de ella (las secciones pueden actuar), y por cuanto que una vez que asume la competencia (innecesaria según algunas aportaciones) no lo hace sobre el fondo del asunto, esto es, sobre el razonamiento jurídico sino sobre la ausencia de una multiplicidad de sentencias diferenciadas que sustente la nueva jurisprudencia, y sobre la oportunidad, alegando que la jurisprudencia actual es inveterada y sin fisuras.
Respecto a lo primero, si uno lee algunas sentencias, parece que la norma es justamente lo contrario, esto es, que son esas sentencias del Tribunal Supremo, expresadas de forma única, las que son jurisprudencia, sirviendo para jalonar los razonamientos jurídicos y los límites de la verdad expositiva o de la doctrina. Tampoco parece muy ajustado a Derecho ni a la realidad alegar que la jurisprudencia actual es inveterada y sin fisuras. Que tiene fisuras  lo demuestra el propio caso que tratamos, y una vez que las tiene, que la fisura sea inveterada o no, es lo de menos: que sea inveterada justifica o es argumento contra la retroactividad ilimitada, no para el fondo de la cuestión. Esto que se alega se asemeja mucho a la contestación de un sargento semana, uno que dijera: “las guardias las llevamos poniendo así (de mal) toda la vida, no me compliques”. Eso es pintar la línea ancha, esto es, lo es utilizar argumentos peregrinos, que además son esgrimidos incluso con cierta displicencia y ejercicio de autoridad (leyéndoles la cartilla a los otros jueces).
La cuestión no está en lo que se dictamina dado que, en un sentido profundo, alguien (un juez en su ejercicio) puede entender lo injusto de la retroactividad y puede querer darle solución. La cuestión está en querer llegar a esa solución de cualquier forma (la que se ha tomado) en vez de la natural, en la que aparentemente no se ha reparado. La cuestión es que no se sabe hacer bien, y que se está dispuesto a hacerlo mal cuando no se sabe hacer bien. La Sala no debería haber recriminado que la Sección Segunda actuara sin haber modificado previamente el corpus normativo (eso que modifica en su propia sentencia) sino –haciendo lo propio– haber modificado ese corpus en lo que respecta a la retroactividad antes de emitir la suya. Eso es lo natural. Lo natural es ajustar o crear la jurisprudencia al respecto y luego abordar la cuestión en ese marco, que es justamente lo que hizo la Sección Segunda, gracias a lo cual llego a la verdad jurídica tan molesta. Lo natural para nuestro caso (pensemos en el supuesto contrario) es limitar la retroactividad de una disposición-interpretación de la que a priori la parte beneficiada no es responsable. Lo dice un lego.
(5) Hemos visto que parte del problema es consecuencia de no tener decidido de forma general (no sólo para el caso) hasta dónde debe llegar la retroactividad de los pagos en estos casos, que viene a demostrar que llevar todo al principio de los tiempos no ayuda a nadie, además de ser ilógico. A partir de ahí, en el marco de los “Principios de verdad”, uno podría pensar que lo que ha hecho de forma soterrada el Pleno es superar o escamotear la ley (los excesos de la retroactividad) mediante pretendidos principios de verdad, o, por decirlo mejor, uno a uno los miembros que han afrontado esta tesitura de este modo. Entendiendo como principio, un agravio o consecuencia de mayor jerarquía, derivado de la ejecución de la sentencia. Nivel de jerarquía que en modo alguno tiene la mencionada retroactividad, que, como hemos indicado, salvo para los afectados, es de orden inferior al derecho que se trata de reponer, y que en cambio sí podría tener (o ser considera así) la caída del sistema financiero –como consecuencia– que habría que presentar y justificar convenientemente.
No siendo el caso y no encontrando nada tangible más allá de la retroactividad, que no está regulada jurídicamente, convenimos en que no hay nada a primera vista que pueda tomar en consideración un poder judicial cuya esencia es la regulación y para quien lo que no está regulado no existe. Y no existe a no ser que se invente, se fundamente y se lleve, como dije, desde el ámbito de la legitimidad al de la legalidad o se reintroduzca en la ley de alguna manera lícita, lógica o, de acuerdo con nuestra definición, natural.
Lo opuesto es introducir algo ilícito o contrario a ella, esto es, prevaricar en el caso del principio de verdad inexistente (un supuesto bien general), y algo más que eso en el caso del pseudoprincipio, o aceptar algo que aprovecha de forma ventajista sus posibilidades, articulado y camuflado mediante el citado principio de indecibilidad, esto es, el de la indefectible ambigüedad o relatividad que acompaña a todas las cosas, que puede derivar finalmente en las otras figuras jurídicas en función también de la intencionalidad… Si el Tribunal Supremo da la razón a los Bancos, como lo hizo en tiempo y forma en la sentencia de febrero –ya citada–, todos nos tendremos que aguantar, o renegar en la intimidad como tantas veces, pero si lo hace de la forma que lo ha hecho ahora la Sala, no nos podemos aguantar: en los dos casos ha dicho “No” a la demanda ciudadana, pero lo que importa no es el “No” sino la necesidad de alcanzar un nuevo “No” de forma atropellada, después del “Sí” del Recurso de Casación de octubre.
Es por esa diferente conceptualización de un caso y otro por lo que resulta alarmante que ni los partidos ni la prensa hayan hecho más mención, esto es, una mención seria y continuada encaminada a averiguar cómo se han articulado los mecanismos que han hecho posible tamaña burla.
No estoy diciendo por esto que tal prevaricación exista (no me corresponde a mí), lo que digo es que no se debería poder superar una ley, tampoco desdecir lo que se ha determinado mediante sentencia (que a lo efectos es lo mismo) a través de otra sentencia que no desdiga a la primera con rotundidad (de forma natural) sobre todo cuando la primera parte del Supremo y existen unos claros beneficiados, más si estos son los estamentos adscritos al poder. No se debería poder hacer sin haber una mayoría cualificada de dos tercios como la exigida respecto de las leyes fundamentales (un estatuto autonómico, por ejemplo), como la que debería haber también –dicho sea de paso– para una independencia o para sobreseer el quebranto de principios fundamentales: es lamentable que determinadas cosas se ganen o se pierdan por un diferencial de un punto porcentual.
No estoy diciendo que tal prevaricación exista, lo que digo es que lo mismo que se puede hacer juicio sobre una sentencia de acuerdo con nuestro propio orden jerárquico de la cosas, se puede hacer sobre los elementos indiciarios, tal como hace la propia fiscalía cuando lo hace, que muchas veces no hace y que debería hacer para revalidar, precisamente, esas victorias pírricas y amparar-depurar la lectura ciudadana de los acontecimientos, y las objeciones de los diferentes actores (incluyendo a los otros jueces, que, por cierto, más que nadie deberían elevar jurídicamente objeciones o desacuerdos como los competenciales), y así diferenciar la intencionalidad malsana de esa que simplemente entiende que lo mejor es una determinada cosa (como ya referí) y hace lo necesario para alcanzarla de buena lid, que es en esencia su función.
Ante esta situación el gobierno resuelve y modifica la ley para que en adelante no se produzca la situación, al tiempo que evita el conflicto con el poder judicial y con la Banca, que ha resultado beneficiada, en tanto que los otros partidos se muestran contrahechos respecto a la acción de gobierno pero sin demasiada intención de alcanzar una notoriedad que pueda derivar en un obligado posicionamiento respecto al fondo del asunto, conscientes de que se enfrentan en realidad al verdadero poder, diríase al Estado profundo, que en ningún modo permitiría (no ha permitido de hecho) la pérdida de 30000 millones de Euros, o más, sin aplicar algún tipo de respuesta (como tampoco ha devuelto los 42000 del rescate a la Banca). Y no sólo la pérdida de dinero, que en última instancia puede ser irrelevante, sino la de dominación, o la ruptura del orden jerárquico de las decisiones, contra la que ponen en marcha toda la maquinaria, incluida la mediática, encargada de disipar rápidamente los hechos con otros hechos supuestamente más relevantes destinados a ese fin: ellos quieren dejar claro que se hace lo que ellos dicen, que las decisiones están en su agenda.
Es el reconocimiento de ese verdadero poder lo único que puede explicar esta acción in extremis y desmelenada, con perjuicio social y argumentario escaso, que ha puesto al estado de derecho al borde del precipicio. Y es lo único que puede explicarla dado que el poder judicial no actúa motu propio (¿a cuento de qué?) sino a instancia de las partes o de la fiscalía, menos contra una de sus órganos (reprobándolo), y menos aún sin un informe que avale las actuaciones. Y es lo único que puede explicar que lo hiciera de forma extemporánea, es decir, una vez conocida la sentencia de la Sala tercera y no antes como es preceptivo. Y es lo único que puede explicar, como consecuencia de la injerencia encubierta y todas las servidumbres que comporta, la fractura del propio tribunal y “las críticas feroces de los que votaron en contra […] que incluso cuestionan que el asunto debiera tratarse en un pleno y critican la decisión del presidente de la sala”. Es lo único que puede explicar que todos ellos cierren los ojos y aprieten los dientes y que siendo una de las partes del conflicto no se expresen jurídicamente en él.
Es el reconocimiento de ese verdadero poder lo único que puede explicar que esta maniobra no haya tenido más respuesta que la modificación de la ley, y que nadie haya pedido explicaciones (por sabidas) o no se haya producido alguna alerta-tensión institucional entre poderes (cuestionando la legitimidad a través de la abogacía del Estado), contra toda lógica, como si los movimientos estuvieran respaldados por el primo de Zumosol.
(6) Se podría decir como resumen de todo lo anterior, y ya trascendiendo el caso particular que nos ocupa, que aparentemente existe un poder más profundo o elevado que utiliza al poder político como herramienta de sujeción  y, cuando le falla (en virtud de sus propias limitaciones), al poder judicial, ya sea de forma activa o pasiva, en la parte acusatoria o en la decisoria, como ya ocurriera en el caso Gürtel (con PP como acusación particular para dinamitar-controlar el proceso en el que estaba siendo investigado), el de la doctrina Botín (y luego Axutxa) como paradigma de imputabilidad a la carta, o el Noos (ya reseñado) que intentaba tocar todos los palos. Y se podría decir que es, en apariencia también, precisamente por este carácter delegado por el que uno y otros poderes (el político y el judicial) se tienen cuidado: no por ser dos poderes independientes sino por serlo dependientes de otro superior.
Los políticos se conforman, ya lo dije. Los políticos tienen la oportunidad de elegir un poder judicial libre de la voluntad política y no lo hacen, eligen uno que sea capaz de adoptar un criterio por encima de la ley, y en la medida de lo posible un criterio afín a ese poder político, y por esto no escatiman esfuerzos o maniobras con tal de poner a sus hombres en los puestos claves, como en este último caso (designación) donde incluso se ha elegido directamente al Presidente del CGPJ en vez de ser elegido por los vocales y donde algunos de los vocales propuestos son personas claramente vinculadas al partido, y, salvo error u omisión, permeables a las necesidades del mismo.
Podríamos decir que ni siquiera eligen los políticos a muchos de esos hombres claves sino que se los eligen. También podríamos decir que esa fidelidad (a un partido u otro) es una cuestión anecdótica, comparativamente irrelevante, puesto que existen fidelidades que van más allá de este vínculo, que se alcanza cuando unos dan indicios de una potencialidad (ciertos o no) y otros se hacen eco de esa potencialidad y la utilizan, como Ignacio González intentando poner a alguien que entendía que le resultaría ventajoso en sus litigios, que luego será o no será, en virtud de los elementos de los que se acompañen, pero que evidencia la existencia del fenómeno que puede constituirse en sistémico con la sola presencia de unas pocas células, esto es, al margen del comportamiento escrupuloso del grueso de la judicatura, ése que no parte habas con nadie. Fidelidades que, por su peligro potencial para la integridad del sistema, deberían ser cuestionadas, investigadas y esclarecidas, tanto en la parte corrupta como en la corruptora, en vez de asumidas como parte natural del sistema, como insondables. Fidelidades que muy bien pueden pertenecer a un estado de consagración juramentado, de aceptación incondicional de unas premisas (las de una logia, por ejemplo), por las que unos se encargan de hacer lo que tienen que hacer y, los otros (el conjunto total de ellos mismos), de asegurar que no les falte de nada, ya sea riquezas, cuidados o un posterior reconocimiento (de ahí algunas de las promociones galopante y luego las puertas giratorias), y que tienen que aceptar sí o sí, por la buenas, desde la convicción, la lealtad o la compensación que acabo de desarrollar, por las malas, esto es, mediante la extorsión que se puede derivar del conocimiento de la vida de las personas a través de las escuchas telefónicas u otras fórmulas de información, o (ni buenas ni malas) mediante la simple neutralización de obstáculos, más o menos amistosos y con más o menos contrapartidas (plazas de ascenso o traslados).
Por esto es importante además fiscalizar los entresijos de las decisiones políticas y jurídicas, para advertir o diferenciar los reos del sistema de los que son simples víctimas.
El poder se cuida muy mucho de que las personas en los puestos claves sean perfectas correas de transmisión, y que a ser posible lo sean desde la convicción, como mejor mecanismo de servidumbre y de cinismo institucional, el de estar al servicio de unas ideas que no son las del mandato social. Tenemos sobrados ejemplos en la propia acción de gobierno en los que los dirigentes parecen estar empeñados en algo cuando la realidad es que su empeño y su verdadero mandato es el de cuadrar las cifras macroeconómicas y no salirse de guion, es decir, cumplir los requerimientos de quienes les han colocado en los puestos de responsabilidad o lo toleran, a los que se deben, muy al margen de que haya habido una intermediación plebiscitaria. Podríamos hablar de la prometida contra-reforma laboral, de la prometida lista de amnistiados fiscalmente… Para qué seguir: las cosas se explican por sí mismas con los casos. Después, lo que se escapa del control político, por ámbito, tiempo o forma, es recogido y controlado por la parte judicial que coyuntural y discrecionalmente puede hacer lo indecible –en apariencia al menos– para orientar los procesos judiciales y legitimar jurídicamente la iniquidad, como es la doctrina Botín, ya citada, o el inusitado trato de la Abogacía y la Fiscalía a Emilio Cuatrecasas, sin que nadie dé explicaciones y sin que nadie las pida, esto es, sin que nadie legitimado resuelva de una forma u otra esa apariencia. ¿Esto es una excepción o es lo que se suele hacer con las personas influyentes, y se hace de hecho por defecto cuando no existe una posibilidad apreciable de trascender públicamente? ¿No es esto pintar la línea del área bien ancha y coger el borde que interesa con quien interesa?
¿Qué demuestra todo esto? Esto demuestra, para empezar, que vivimos en el engaño, un engaño que da lugar a otros engaños (y a muchas mentiras) para mantenerse, y más que para mantenerse, para controlar. Todos juegan a ser demócratas que se advienen al criterio del otro, pero cuando llega la hora de la verdad, el criterio del otro (la verdad jurídica) es un estorbo: un estorbo que impide hacer las cosas que hay que hacer o que les mandan hacer. Todos juegan a ser demócratas, sujetos a la ley, pero cuando llega la hora de la verdad y la ley no es suficiente, la ley no llega, o la ley se pasa, es ahí cuando aparece la necesidad de una verdad superior a la ley, una que ésta no contempla. Y se opta por el engaño.
Un engaño que es además un engaño absurdo porque es consecuencia del no reconocimiento de una realidad (de los principios de verdad, allí donde se pueda) y luego de su construcción forzada e improvisada, pero, a su vez, un engaño doble, porque es consecuencia del no reconocimiento intencionado de esa realidad precisamente para esto, para la creación de otra por hechos consumados. Un engaño que no por absurdo es casual o producto de la ignorancia sino perpetrado por quienes hacen de esa construcción forzada e improvisada de principios (sobre un marco jurídico permeable) un modo operandi. Y es ahí cuando aparece el político-hombre de Estado, y es cuando aparece el jurista-hombre de Estado.
Cuando aparece el político-hombre de Estado, se produce un quebranto alarmante (sobre todo si es reiterado) pero cuando aparece el jurista-hombre de Estado, sobreviene la catástrofe. Eso sí es engañarse en el solitario.
(A) El problema es que esto conforma una ambigüedad interesada e interesante para todos ellos, por esto hacen pocas propuestas de regeneración (reparemos en estas últimas elecciones), y las pocas que hacen las olvidan pronto. De otra parte, el problema es que se quiere cubrir todo con la ley, pero la ley es endeble y se tiene que echar mano de esa verdad superior, y no se está preparado, no se tiene a la mano, por lo que da toda la traza de ser ad hoc, partidista, interesada, socorrida, precipitada. Esto es lo que ocurre de forma recurrente. Ocurre que no tenemos establecidos nuestros mandatos, nuestras líneas rojas, la realidad de la que partimos. Una realidad que no debe estar protegida jurídicamente, sólo expresada tal cual mediante esos mandatos, de tal modo que la podamos poner limpiamente sobre la mesa, y no de forma subrepticia, o mediante toda suerte de artificios.
Esto,  básicamente, es lo que ha ocurrido en todo el procés catalán, y lo que ocurre sistemáticamente respecto a la libertad de expresión frente al respeto a los credos y a los creyentes o, simplemente, a las personas: que no tenemos unos mandatos que establezcan claramente los límites higiénicos de la divisibilidad nacional y sus fundamentos o los límites higiénicos de la libertad de expresión y sus fundamentos. Como vemos, y ya expresé en capítulos anteriores, con la higiene como fundamento de toda norma o como formante esencial de los principios de verdad.
Y esto es lo que ocurre en el caso de las hipotecas, y que evitaríamos si existiera un principio de verdad que dijera, por ejemplo, que “los consumidores no se hacen cargo los gastos de las tramitaciones” sin más explicaciones (los principios no necesitan ser explicados por ser sentencias rotundas, cerradas, y no tienen, por tanto, otra posible interpretación), o, como dije, estuviera definida o limitada la retroactividad de las cosas. No siendo así (de esta forma natural) se tiene que inventar algo forzado o adulterarlo para proteger las cosas que entendemos de valor, que nos llevan inevitablemente al conflicto (como en los otros dos casos anteriores).
Con el caso de las hipotecas no se ve qué otra cosa de mayor valor se esté protegiendo que no sea el interés de un tercero (de uno poderoso y concreto), evidenciando que el principio que no está establecido es casi siempre un principio a la carta y por ello difícilmente separable del interés particular: es un pseudoprincipio.
Lo importante (lamentable) de todo esto es que –como ya dije– la independencia del poder judicial ha quedado en entredicho (una vez más), con todo lo que esto supone, no porque se haya puesto en entredicho con su actuación sino porque cuando se ha visto forzada a quedar en entredicho ha ocurrido, lo que demuestra que lo característico o novedoso es la evidencia, no la ocurrencia en sí, sobre todo si, como venimos postulando, muchas de las decisiones (sentencias) no alcanzan este grado de visibilidad, tampoco de análisis o cuestionamiento por la propia idiosincrasia de las mismas y la aparente indecibilidad, es decir, sobre todo si tenemos en cuenta que no se suele ver forzada a explicarse y que ha sido cuando se ha visto obligado a hacerlo cuando se ha puesto de manifiesto la conducta soterrada.
Cuando se cuestiona las garantías del sistema judicial español y se contrapone al de otras naciones europeas que entendemos garantistas hablamos de esto, no de que no tengas un juzgado a dónde acudir sino de un ecosistema, de unas formas de hacer, de una ley del embudo o a tenor de los vientos, de unos criterios personales que está por encima de las leyes, por cuanto que, con las misma leyes, si “te cagas en Dios” puede ser que no te ocurra nada como que te manden a la cárcel para tres años. Esto es inaceptable.
Cuando se cuestiona las garantías del sistema judicial español hablamos también de los privilegios de unos y la indefensión de otros, de la asimetría en las actuaciones y de las posibilidades de determinados estamentos con poder frente a otros que no lo tienen, y de cómo o con qué facilidad aparecen esos pseudoprincipios para amparar el derecho de los primeros, de tal modo que en sociedad está el derecho entre iguales, y eso otro. Algo que, de otra parte, ya sabíamos que ocurre con frecuencia en todos los órdenes, y a lo que estamos acostumbrados, porque sabemos que en realidad la ley no es para ellos, que es para nosotros, que ellos sólo vigilan que la cumplamos, que ellos no la cumplen ni se someten a ella, sólo la tienen en cuenta en tanto no haya una razón para quebrantarla. Algo que pasa cuando se piensa que la sociedad es un cortijo, las empresas también, las instituciones…  Y un cortijo ya sabemos lo que es. Algo que pasa cuando se adopta ese aire de suficiencia, de superioridad, de estar por encima de las penalidadesy las servidumbres, incluso de la razón…No hace falta tener razón. Sabemos (eso también lo sabemos) que no importa llevar razón, que lo que importa es lo que diga la justicia, y ya hemos visto qué hace la justicia en según qué casos… Esto está pensado para que determinadas personas hagan lo que quieran hacer, personas que de hecho hacen lo que quieren, porque la victima pequeña se tropieza con la fuerza del grande, luego con la ley del grande, y finalmente con los falsos principios ex profeso del grande, de tal forma que sólo recorriendo un itinerario judicial imposible o alineándose los astros podemos llegar a la verdad, a una posibilidad de justicia. 

Esto seguramente se cambie con leyes, pero la solución no es una ley sino un pensamiento, una voluntad.