miércoles, 18 de julio de 2012

Ser o no Ser


Cuando alguien va montado en una bicicleta, cuesta abajo y sin frenos, no tiene más opción que frenar con la zapatilla y quemársela, como hacíamos antiguamente. Bueno, hay otra, que es tirarse a la cuneta, y terminar con esa situación de desenfreno, de paroxismo, a las bravas.
Estas son las opciones respecto a la situación del sistema financiero y su solución, o nos quemamos la zapatilla o nos tiramos a la cuneta. La disyuntiva no es cualquier cosa porque en buena medida está dividiendo a la sociedad y, hasta cierto punto, enfrentándola. No hablo ya de la división que se produce entre los que pasan el escalón de la miseria y no, que polariza inevitablemente el tejido social, sino entre los que comprenden y optan por un tipo de respuesta política y los que no.
Para llegar a la verdad de las cosas habría que ser filósofo o estar por encima de ellas, para así diferenciar cuánto del problema es consustancial a nosotros mismos y cuánto no, qué solución puede ser solución ahora y cuál no, en definitiva que parte de la verdad no es verdad y que otra de la mentira no es mentira. En ésa estamos.
Es verdad que gran parte de la política económica regida por Alemania pretende garantizar los préstamos hechos por sus bancos, pero también lo es que esa intención es la lógica y natural a cualquier prestamista, incluido cualquier particular que preste dinero a un amigo.
Es verdad que los inversores están especulando y se están enriqueciendo con esta crisis pero también es verdad que gran parte de ese núcleo inversor lo constituyen quienes tienen ahorros, esto es, toda una clase social media y media-alta que paralelamente se está perjudicando/beneficiando en este proceso en función de que pase o no el citado escalón.
Es verdad que la devolución del préstamo nos va a poner condiciones duras, pero también lo es que en otro contexto histórico esas condiciones hubieran supuesto ceder unos determinados territorios al acreedor, que es lo único que a estas alturas tenemos en propiedad.
Es verdad que esas condiciones vienen acompañadas de ciertas imposiciones estructurales, pero también lo es que pierden ese carácter en cuanto que parejamente se está conformando una unión económica y política que precisa de buena parte de ese esquema. En este caso, que el control de las cuentas, por ejemplo, esté centralizado se puede entender como pérdida de soberanía o como un logro, según se vea acompañado de determinados elementos de equidad y proporcionalidad entre los miembros.
Respecto a todo lo anterior, tenemos que tener en cuenta que en realidad nos regimos por una ley que relaciona al deudor y al acreedor de una determinada manera, que ahora, por habernos excedido, o por no haber dimensionado nuestras posibilidades, queremos —amparándonos en las nuevas posibilidades que da el contexto internacional— renegociar, modificando la forma de pago. Renegociar es negociar o poner en la mesa contrapartidas económicas o políticas cuando se tienen. Cuando no se tienen no es negociar, es pedir, y estar a expensas de lo que te den en función del interés económico y de cuánto se pueda mediatizar éste por el proyecto político común. Parece ser que esto último no tanto, o no tanto como quisiéramos nosotros: Europa no paga las deudas de juego.
Frente a esto tanto cabe la crispación por el cinismo y el tibio sentido europeísta (y de las medidas tomadas respecto a las posibles) como la gratitud, puesto que la cosa podría ser peor frente a esos nuevos y “desinteresados” avalistas, pero sobre todo cabe la de exigencia frente a los que no han sabido poner en valor el peso específico de España y muy principalmente frente a los que nos han puesto en esta situación, esto es, frente a los políticos de mierda que han gestionado mal nuestra riqueza y dimensionado mal nuestras posibilidades de bienestar[1]. A eso del bienestar voy ahora.
Es verdad que esta sociedad debe caminar hacia el bienestar social pero también lo es que ese bienestar cuesta dinero y se corresponde con las partes de la riqueza que podemos liberar tras hacer frente a otro tipo de necesidades.
Es verdad que ese bienestar se traduce en un funcionariado extenso, pero también lo es que mientras que el bienestar implica esa extensión de la función pública, la extensión no implica bienestar, como se pone de manifiesto en el ratio de empleados públicos de la Unión  Europea, que junto con otras referencias nos permitirían sacar otras conclusiones.
Es verdad que las personas y los Estados, para procurar ese bienestar, se endeudan pero también lo es que no pueden hacerlo si parte de los recurso anuales no pueden liberarse para el pago de la deuda y se precisa —tal como se ha venido haciendo— nueva deuda para hacer frente a ese pago.
No se trata de una desviación contable. Se está sacrificando a toda una clase media, haciendo de golpe todo el recorte —en el límite de la viabilidad—que no han sabido hacer a lo largo de este decenio. La dureza, la urgencia de la solución da idea del desequilibrio tan profundo, de la responsabilidad y las consecuencias de este abandono (de la irresponsabilidad). Para evaluarlo sólo tenemos que ver que estas nuevas restricciones de aproximadamente 30.000 millones de euros anuales nos pueden llevar a la ruina económica y social, respecto a las posibilidades de consumo, crecimiento, ingresos y desestructuración  social, dado que además no cubre tan siquiera el desfase de ingresos y gastos de los presupuestos de este año, de unos 40.000 millones, menos aún si a esos gastos le incluimos unos nuevos 12.000 millones para la financiación de la nueva deuda de 100.000 millones. Es decir, que suponiendo que se mantengan los ingresos y llevando los gastos al mínimo no llegamos.
Es verdad que desde la calle se ve todo esto desde la perspectiva del recorte (desde esa inevitable urgencia), pero también es verdad que desde las altas instituciones (y la práctica totalidad de los grupos parlamentarios) se está viviendo desde la necesidad, desde el grave problema de Estado que es (desde esa otra urgencia): España no tiene otra opción, y así se lo ha hecho saber Europa.
Estas dos verdades son las que están creando dos perspectivas, dos formas de entender el problema, las que están dividiendo a la sociedad, con ese maniqueísmo tan nuestro por el que compartiendo algo ya parece o se entiende que se comparte todo[2]. Ya no somos de derechas o de izquierdas, ahora somos pro-comprender la coyuntura internacional o pro-comprender la calamidad de esa sociedad siempre castigada a la que se suman nuevos damnificados.
En este caso da igual lo que comprendamos. La necesidad está por encima de los sentimientos, y está por encima de los modelos (de nuestro propio modelo) o de los planteamientos de futuro, principalmente porque si no damos solución, no hay futuro. Dicho de otra forma, no sirve de nada plantear una lucha estratégica contra todos los tipos de subsistencia a los que nos empuja el capitalismo si no damos solución a esta forma que se cierne sobre nosotros, superando las propias previsiones capitalistas.
La cuestión ahora no es comprender y no es impedir los recortes, que no se puede (o tal vez sólo los críticos), la cuestión es salir de ésta y asegurarnos, de aquí en adelante, una buena gestión (parece que de eso también se encargará Europa), y depurar responsabilidades, no sólo sobre casos como los de Bankia sino sobre toda la administración del país. Lo importante después será alcanzar la necesidad de transformar el sistema social desde la clara percepción de que más allá de ser bueno o malo, es técnicamente incontrolable, poco  fiable y, en consecuencia, no válido para sustentar un verdadero proyecto social de futuro. En eso estamos.

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[1] Las políticas, antes que ser de izquierdas o de derechas deben ser racionales. Los progresistas parecen de derechas cuando no se creen las propuestas irracionales de la izquierda, y los liberales, de izquierdas cuando no acatan las medidas irracionales de la derecha.
[2] Que la razón en algún punto nos acerque a unos no nos lo perdonan los otros, excluyéndonos totalmente de su esfera de entendimiento.

sábado, 14 de julio de 2012

Sobre la ineficacia y su responsabilidad



Hace unos días alguien fue operado en el hospital. Pasados un par de días de la operación, y todavía sangrando, le fue restituido el Sintrom —medicamento que toman las personas con la sangre espesa, que medra su poder coagulante y que se suspende en el plazo de la operación—, lo que dio lugar a un sangrado más abundante. Todo esto a pesar de advertirle al servicio médico, por parte del paciente y sus familiares de esta posibilidad, puesto que ya le había ocurrido un episodio similar, y a pesar de ser de sentido común.

Esto pone de manifiesto que el verdadero sentido común es superior al conocimiento reglamentado y, consecuentemente, que no por no ser instruidos en la materia perdemos nuestro derecho a aplicar una lógica común a muchas facetas de la vida, y, en cambio, sí a exigir a cualquier profesional de la misma que tenga, además del conocimiento específico, y dado que el sentido común es común, ese sentido, su uso o aplicación.

Este caso, respecto a todo lo acontecido en el problema del sistema financiero y su solución, y todos los desmentidos o la diferente percepción respecto a las medidas tomadas o por tomar, me lleva a poner de manifiesto igualmente la total falta de criterio de nuestros políticos-economistas y, consecuentemente, su continua improvisación, y me lleva a exigir la clara definición de esos criterios, es decir, la de un esquema claro de las situaciones que no dé lugar a toda esta contaminación, mezcla de anhelo e ignorancia. Me lleva a pedir sentido común. Porque, en esencia, ¿qué es ese sentido común? El sentido común es ese esquema que nos hace ver cualquier hecho particular no como un hecho aislado sino como un elemento de un sistema básico, congruente o no con él, y comprender con un golpe de vista las situaciones. Aquí es donde viene nuevamente lo de los principios de verdad como base o fundamento de cualquier esquema.

En la situación del sistema financiero se está comprendiendo con un golpe de vista una situación ahora, y más tarde se está comprendiendo con un golpe de vista lo contrario, con suficiencia, lo que demuestra que el esquema no es completo, y demuestra que o no se sabe de eso que puede superar al sentido común (el conocimiento específico) o no se tiene tal sentido: primero se dice que no se va tomar tal medida (el IVA, por ejemplo), y luego más tarde que sí; dándonos perfecta cuenta de que a todos les falta un algo para formar ese esquema, para dimensionar verdaderamente el problema, en tanto que a algún otro le falta casi todo como se desprende de la reiteración machacona, sin lenguaje específico ni preciso, de algunas ideas básicas.

Es cierto que un político no puede ser un tecnócrata, esto es, un mero técnico, pero tampoco puede ser alguien vacío de contenidos, a quien los demás (los técnicos) le insuflan esos contenidos, con los que deciden de forma vaga, coyuntural y prestada. Por ejemplo se habla del supuesto préstamo de cien mil millones de euros, que parece ser El dorado, y luego se encuentran las pegas derivadas de dejar en la cola al resto de los acreedores. ¿Eso no se puede pensar antes? Ahora se da cuenta alguien (el propio mercado) y salta la alarma, y se dice con tono de obviedad, como si fuese archisabido. ¿No parece más lógico establecer una estrategia inequívoca tanto de las partidas como de las contrapartidas, y presentar de forma inequívoca los escenarios?

Aquí es donde radica la necesidad de los principios de verdad, la de no dejar a la clarividencia de una supuesta mente lúcida el destino de una nación —menos aún cuando obviamente no es tan lúcida—, la de emular esa clarividencia, la de establecer un mecanismo que libere a cualquier dirigente de la necesidad de tener que contemplar el problema sin un marco adecuado y de encontrar ideas felices, casi ocurrencias. Hoy más que nunca se tienen que definir esos principios porque definirlos es definir la voluntad y la intención por encima de esas otras particulares o vagas. La solución debe salir de forma natural del marco y ser el marco el que esté en cuestionamiento o debate. Respecto a la solución suele ser una, la única posible, la que queda después de desconsiderar las otras por imposibles o no practicables.

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De otra parte, no se entiende que para cualquier ocupación se precise una capacitación probada y que aquí sólo sirva un liderazgo alcanzado váyase usted a saber de qué modo o por qué circunstancias, y se establezca una relación entre ese liderazgo-responsabilidad sin capacidad y una capacidad sin responsabilidad encarnada en los asesores al uso. De este modo, en contraposición a cualquier otra actividad de la vida en la que se tiene que tener capacidad y responsabilidad (eficacia y compromiso), aquí —en los puestos políticos— o se prescinde de una o de la otra.

Este organigrama que se hace extensivo al resto de los puestos ejecutivos, públicos o privados, permite, salvo contadas ocasiones (cuando no queda más remedio que imputar), velar responsabilidades y quedar impunes, impidiendo establecer una verdadera relación causa-efecto entre sucesos. En efecto, mientras que en cualquier otra actividad lo que parece presuntamente punible (un hecho aislado) lleva aparejado unas diligencias previas que implican un cargo y un descargo, en ésta ni siquiera una larga secuencia de acontecimientos de dudosa legalidad permiten ser objeto de estudio, quedando ocultos al análisis y el control.

Esta es la razón de ser de las comisiones de control. La creación de una comisión o una imputación genérica es la herramienta que tenemos para delimitar qué parte de la acción corresponde al asesoramiento y que otra a la decisión política, para acercar la responsabilidad política a la penal, es decir, para hacer, mediante la ulterior modificación del marco legal, que todo lo desdeñable sea punible, y así elevar la categoría del ejercicio político.

Casos tenemos de todo lo contrario. En este sentido, parece escandaloso, por ejemplo, que la cuestión de los regalos a las personalidades públicas no esté regulada (a pesar de todos los escándalos), en ese intento de acercar lo ilegal a lo ilegitimo, o incluso que estas personalidades queden al margen (al margen de la ley) de lo que ya de por sí se ajusta a derecho para el común de los mortales, como es la declaración tributaria en especies de los mencionados regalos. De este modo no sólo reciben regalos en especies sino que estos no son declarados para su tributación. ¿Eso es delito, verdad? Hay que recordar que a Al Capone no lo procesaron por delitos de sangre sino por defraudar al fisco.

¿Cuál es el problema? El problema está en que se hacen muchos esfuerzos para alcanzar la posibilidad de manifestar esto y llevarlo a la luz pública, y en que a pesar de hacerlo  de forma recurrente nunca o casi nunca se materializa en una ley que regule lo que no está regulado o en algún mandato que verifique si se ha cumplido lo ya regulado. El problema está en que después de tanto esfuerzo queda finalmente apagado de forma natural como un murmullo o mediante la modificación engañosa, y sin repercusión social, de cualquier disposición, como la que se hizo para reflejar el patrimonio de los ministros (ver BOE) y secretarios de estado, dado que se hizo un recuento del patrimonio sobre valores catastrales y no se explica el origen del mismo, en tanto que en las últimas legislaturas se han realizado sobre bienes sin tomar en consideración lo que estos representan. El problema está en que gana el que resiste, y ellos resisten más porque tienen cogida la cuerda por el lado bueno. El problema está en que gracias a esa impunidad se permiten tomar no la mejor solución sino la que mejor viene desde infinitas ópticas, incluidas las que conciernen al interés particular o el de determinados grupos de presión, es decir, se permiten obviar lo que dicta el sentido común, lo que dicta el conocimiento específico, y el bien común.

Frente a esto sólo cabe llevar nuestras demandas a extremo, es decir, definirlas bien y resistir. En un caso, el de los regalos, interponiendo una demanda real sobre todos los presuntos casos de fraude fiscal por el concepto citado, en el otro, el de la ineficacia, interponiendo demanda en virtud de la misma y de sus consecuencias reales, de la que serían casos particulares toda la negligencia y malversación de nuestro sistema bancario (incluida la del Banco de España y los diferentes responsables económicos, etc.) y sobre aquéllos otros en los que se pone de manifiesto una incapacidad total para buscar soluciones, como es el caso de la supuesta necesidad de subir el IVA como consecuencia de la incapacidad tácita para luchar contra el fraude, es decir, la de establecer las medidas necesarias respecto a lo segundo que hagan innecesario lo primero: puesto que se hace un plan contra el fraude, pero se admite, lo que desde otros foros se le está indicando, que es insuficiente porque no tiene ni la capacidad disuasoria ni la recaudadora que se pretende, y, por supuesto, tampoco la ejemplificadora, que parejamente se destruye mediante los mecanismos de amnistía fiscal. En este caso no se trata de coyuntura política o económica sino de ideas, la posibilidad de encontrarlas y aplicarlas. Si ellos no son capaces, que busquen a otros o hagan un concurso de ideas, por otra parte innecesario tras tomar en consideración los mecanismos contra el fraude fiscal —el grande y el pequeño— y los cortafuegos pertinentes a la infinidad de triquiñuelas propuestos por las personas entendidas de la Agencia Tributaria.

Otro escenario plausible sería que las ideas las demos nosotros y expresemos de forma clara la voluntad o necesidad de aplicarlas o nuestra perplejidad si no lo hace, dada su conveniencia, el gobierno de turno, es decir, expresar de forma clara lo que queremos como sociedad sobre algún respecto. Es la expresión de la demanda concreta. Esto tiene a su favor que no toma en consideración otros elementos contaminantes por lo que es genuina pero tiene en su contra justamente lo mismo, por lo que es ajena a la realidad.  Esto ya lo he expresado en otros artículos y lo matizaré en el próximo, pero no es nada más que la percepción de que obedece al sentido común lo que no es tal, y la razón de que en esta sociedad avancemos a trompicones.